Entrevista en Los Angeles a Ozzy Osbourne. Director’s Cut de nota sobre Black Sabbath de RS

“Sudamérica. Ahí es donde cultivan la coca…” son las primeras palabras que me dice Ozzy Osbourne cuando le informo de dónde vengo. Ya suponía que las cartas de referencia “Evita, Maradona, Messi” con las que suelen identificarnos a los argentinos iban a ser irrelevantes para el príncipe de las tinieblas.
Ozzy y Geezer Butler, respectivamente la voz y el bajista y letrista originales de Black Sabbath, reciben a la prensa del mundo en un par de habitaciones del elegante Marquis Hotel de Los Angeles, ubicado a metros del Sunset Strip, una meca de la ciudad por sitios que dejaron su huella en la mitología del rock como el Whisky a Go Go o The Roxy. La razón de la cita es bien conocida: tras 35 años, tres de los miembros originales de Black Sabbath se reunieron para grabar un nuevo disco (el recién aparecido 13) y presentarlo en una gira global (que los traerá a las argentina el 6 de octubre). El histórico que falta a la entrevista es el guitarrista Tony Iommi, quien hace más de un año, desde los primeros ensayos para la grabación del nuevo disco, está en tratamiento médico porque padece de linfoma, un tipo de cáncer en la sangre. A pesar de que la enfermedad es potencialmente fatal, su pronóstico es muy bueno. Iommi fue quien conservó el nombre de la banda en las últimas décadas y fue el único miembro constante desde la expulsión de Ozzy en 1978, por su consumo descontrolado de sustancias controladas.
Durante la larga charla que mantenemos en una suite sembrada regularmente con un catering muy saludable de mangos, manzanas, almendras y nueces, más de una vez Ozzy lleva la conversación hacia las drogas, siempre aclarando que no las consume más, aunque el énfasis me hace pensar que lo opuesto es la verdad. “No puedo imaginarme consumir ahora las drogas que solía consumir años atrás. Cuando estás colocado crees que estás tocando y cantando súper bien, pero en realidad son las drogas las que lo están haciendo y no vos. Las drogas o el alcohol no te dejan pensar con la cabeza despejada y entonces llegás a creer que los necesitas para escribir una canción, pero no es así. Probamos mucho LSD y heroína, a él (señala a Geezer) le encantaba la heroína, yo no podía tolerarla. Además había que inyectarsela y yo no quería hacer eso. La esnifábamos. Pero la heroína me daba vuelta completamente y quedaba fuera de mí. Una vez que empezás a tener malos viajes es el momento de parar. Yo he manejado autos completamente dado vuelta. Ahora no podría ni pensar en hacer algo así. No es divertido. En este momento no consumo ningún tipo de drogas, ni siquiera alcohol”, reitera Ozzy.
La declaración no es enteramente cierta. Algunas semanas después de la entrevista, se hizo público que Sharon Osbourne su esposa, su manager y la mujer que lo reinventó como una estrella de la reality TV, había decidido abandonarlo tras un matrimonio de casi 30 años porque, después de una década sobrio, Ozzy había vuelto a consumir. “Estuve sumido en la oscuridad y fui un imbécil con la gente que más amo, mi familia» fue el mea culpa que publicó hace poco en su cuenta de Facebook tras hacer las pases con Sharon.
En la entrevista, anterior a la disculpa pública, no muestra signo alguno de estar bajo la influencia de ningún fármaco. Más bien parece añorar las drogas, atenuar las ganas de tomar hablando de ellas. Es probable que su vínculo con las drogas adictivas en ese momento sea el mismo que decía tener años atrás: “Las dejaba, volvía, volvía a dejarlas y volvía ellas”. Si hubiera que juzgar por el almuerzo que compartió con Geezer y su hijo Jack Osbourne en el que sólo comió frutas y vegetales con agua mineral, uno pensaría que se trata de un fanático de la vida sana.
Desde luego que las décadas de exceso dejaron marcas en el cuerpo de Ozzy, pero éstas no son notables en un primer momento. El escritor norteamericano y adicto irreversible William Burroughs, en su libro Yonqui, expuso la delirante teoría de que un adicto a las drogas puede preservase más joven que otras personas porque renueva sus tejidos con más frecuencia ya que, siempre según su imaginación, el síndrome de abstinencia produce una especie de purificación celular. Ozzy y otros músicos sobrevivientes de las guerras químicas de los años 60, 70 y 80, podrían ser la prueba viviente de la teoría.
Frente a mí, Ozzy está vestido íntegramente de negro, con anteojos de marco redondo y cristales azules. El abundante pelo castaño oscuro es de un lacio de aviso de crema de enjuague y sin una cana. La piel tensa de su cara tiene la uniformidad y tersura que sólo una genética extraterrestre o la cirugía plástica pueden otorgar. Ozzy tiene 64 años, pero parece más joven; tiene la edad indeterminada de las personas que pasaron por el quirófano. Creo que la teoría de la eterna juventud yonqui de Burroughs sólo se verifica en los ex adictos tan ricos como para poder pagar a los mejores cirujanos de Beverly Hills.
Geezer se me aparece como su reverso: los mechones grises y los ojos cansados no se esfuerzan por ocultar sus sesenta y pico, aunque muy bien llevados. Es meditativo, pausado y contesta con corrección y seriedad a cada pregunta, mientras que Ozzy sólo contesta lo que tiene ganas, lo interrumpe en casi todas sus respuestas, no puede quedarse más de diez minutos sentado y se la pasa haciendo chistes (los mejores lo tienen a él mismo como víctima). También tengo la sensación de que para Ozzy hacer diez entrevistas en un día y contar las mismas historias a diez tipos como yo no es un trabajo monótono y agotador sino el ecosistema en el que puede sobrevivir: ante Ozzy, sospecho, siempre tiene que haber cámaras o periodistas o un público porque nunca abandona su personaje, ni siquiera para una audiencia de uno. Geezer, por su parte, probablemente esté contando los minutos para que terminen las promociones y poder escapar a su vida que debe estar en otro lado. Geezer es un profesional del mundo del entretenimiento. Ozzy es una estrella.
Si bien el aspecto de Osbourne no es el de alguien de su edad, su estado de salud demuestra que los años lo alcanzaron. Hace tiempo padecía violentos temblores que atribuía a su consumo desmedido de alcohol. Pero luego descubrió que padece la enfermedad de Parkin, una dolencia de síntomas parecidos al Parkinson que le provoca dificultades motoras. Ozzy camina con pasos muy cortos y dubitativos y tiene algunos problemas de dicción que, sumado a un ligero tartamudeo de toda la vida, hace que a veces sea difícil entenderlo. Sin embargo, ninguna de estos achaques se percibe en el escenario. Un poco como esos atletas profesionales que hacen cosas sobrehumanas en el campo de juego y luego, en su vida cotidiana, tienen un cuerpo roto que apenas los deja moverse, Ozzy es un animal en la escena. En la vida, es un hombre de cara atemporal y movimientos de anciano.

RS: Los Who cantaban “Quiero morir antes de volverme viejo” y esta frase se volvió parte del adn del rock como música joven y para jóvenes. Ahora que ambos tienen más de 60 y el rock una historia de otros tantos años, ¿qué piensan de semejante deseo?
Ozzy: Te dijo una cosa, no van a quedar muchos rockeros de más de sesenta después de que nosotros nos hayamos ido. No lo veo a Justin Bieber tocando a los 64 años, aunque él no es exactamente un rockero. Pero ya vas a ver. No van a quedar demasiadas bandas dentro de 40 años. Ya hoy en día no quedan muchas bandas que puedan tocar.
Geezer: Para mí este momento es genial porque siento que estoy tocando mejor que nunca y que la banda suena mejor que nunca. Ya no pensamos que tenemos que llenarnos de drogas para tocar. En este disco Tony toca maravillosamente y Ozzy metió algunas de las mejores voces de toda su carrera.
El crítico inglés Simon Reynolds, autor de un ensayo llamado Retromanía, la adicción del pop a su propio pasado (publicado en Argentina por Caja Negra) señala una contradicción similar a lo expresado por Butler. Si bien el rock como expresión joven debería apuntar hacia la transformación y al futuro o, por lo menos, al presente en lugar de venerar su pasado con continuos regresos, reediciones y reversiones (“vivimos en la década re…” dice Reynolds), lo cierto es que muchos de los regresos y reversiones son más logrados que los originales en el sentido de que los músicos tocan mejor, la producción es más competente y los instrumentos suenan con mayor calidad. Aunque suene paradójico, no todo lo “retro” sería igualmente retrógrado. El contraargumento de esto último es que muchos de los aciertos del rock provienen precisamente de sus “errores”, de no saber tocar del todo bien, de no tener una idea acabada qué se está haciendo y de estar obligado a improvisar con las herramientas y habilidades limitadas de que se dispone.
Lo cierto es que las bandas no vuelven a juntarse para corregir supuestos errores del pasado sino, como también señala Reynolds, porque es un monumental negocio. Muchas veces un tour de regreso o una reedición de un disco genera más dinero que la aparición original, como demuestra la propia historia de Sabbath, cuyo “Iron Man” recién fue número uno cuando se regrabó dos décadas más tarde de su primera edición. En efecto, el tour de regreso significa para muchos músicos la posibilidad de recibir por primera vez dinero de un disco debut que quizás llegó a ser legendario pero que pudo haber sido grabado bajo un contrato leonino o que resultó ignorado por el público. El regreso, además de un negoción, a veces es también una forma de revancha.
Black Sabbath se formó en 1968, cuando todos sus integrantes (Ozzy, Tony, Geezer y el baterista Bill Ward) tenían unos 20 años. Ninguno de sus primeros cuatro discos, grabados entre 1970 y 1972, y hoy venerados, fue especialmente valorado por la crítica mainstream del momento, ni un gran éxito comercial, pero entre los cuatro dibujaron el mapa de todo el hard rock que vendría en las décadas siguientes: desde el hair metal americano hasta el doom metal nórdico. En 1978, ya pasado su momento de gloria y tras grabar el anodino Never say die! Ozzy fue expulsado y Tony Iommi siguió al frente del grupo con Ronnie James Dio en su lugar para el muy bien recibido Heaven and Hell. La carrera solista de Ozzy, sin embargo, resultó mucho más exitosa y lucrativa que la de Sabbath. Iommi llevó al grupo a sucesivos recambios de músicos (incluidos los vocalistas Ian Gillan, Glenn Hughes y Tony Martin y sesionistas que ya habían pasado por Deep Purple y Rainbow) que hicieron que perdiera dirección. En su último disco de estudio, Forbidden, producido por Ernie C. de Body Count suenan como un clon a medio terminar de… Body Count. Para mediados de los 90, Ozzy tampoco estaba en su mejor momento de modo que las condiciones para el regreso estaban dadas. En esa ocasión, hicieron un tour masivo y grabaron un disco en directo aunque no lograron componer suficiente material como para nuevo trabajo de estudio. Ya sin Ozzy, Black Sabbath se reformó con Dio en 2006 y siguió tocando hasta su muerte, sucedida en 2010. Al año siguiente, Iommi intentó volver a juntar a la formación original. “Cada cinco años nos reencontramos con la idea de grabar un nuevo disco. Aquella vez la relación no funcionó y las cosas que escribimos no eran del todo buenas” explica Geezer. “Ni siquiera eran mis melodías”, acota Ozzy, “había una persona del estudio que hacía las melodías para mí. Además, estábamos viviendo todos juntos y no nos dio resultado. Si estás en el mismo lugar con la banda siete días a la semana 24 horas por día, empezás a estar enojado por cualquier cosa. Necesitas tiempo para vos. Convivir en el mismo ambiente todo el tiempo te vuelve loco”.
RS: ¿Qué fue lo que cambió esta vez?
Ozzy: Cuando empezamos a ensayar y nos enteramos de que Tony tenia cáncer, yo pensé que nos iba a pasar lo mismo de siempre, que no íbamos a continuar. Tony tuvo que empezar su tratamiento enseguida. Había días que llegaba con la cara completamente blanca, sin haber podido dormir. Le preguntaba si quería que lo dejáramos pero el siempre me decía que no, que se iba a poner bien, tenía una determinación extraordinaria. Y tenía razón: no sólo se sobrepuso al cáncer sino que realizó un trabajo increíble con la guitarra. El es realmente el hombre de hierro. La quimioterapia no es exactamente una droga recreativa. Te pone enfermo. No sé cómo lo hizo. En su lugar yo habría pedido morfina desde el primer minuto… Creo lo que cambió esta vez es que llegamos a la conclusión de que no nos queda tanto tiempo como para dejar pasar otros cinco años, asi que paramos de dar vueltas y nos pusimos a trabajar.
RS: Rick Rubin, quien produjo el disco, hizo su carrera balanceándose entre el hip hop y el hard rock y fue uno de los primeros en fusionarlos, ¿qué aportó al sonido de Sabbath?
Ozzy: Cada vez que me cruzaba con él, me decía que si alguna vez volvíamos a hacer un disco, tenía que ser el productor. Creo que hizo un gran trabajo. Cuando me dieron el master hace unas semanas pensé “seguramente va a estar bien” pero luego lo puse en mi reproductor de CD y no lo podía creer. Es rock duro y a la vez cristalino. Se puede escuchar a la perfección cada uno de los instrumentos en cada track. Pero lo general busco las fallas en todo lo que hago y siempre encuentro algo: “ah, sí, eso no debería haber estado ahí”. Pero con este disco me digo “wow” cada vez que lo escucho. Es tan heavy y no suena para nada empantanado sino clarísimo.
RS: ¿Cómo fue la grabación?
Geezer: Tony tenía un montón de ideas, un montón de riffs y otras cosas. Nosotros los escuchamos y empezamos a trabajar en ellos por un par de horas cada día. Si funcionaba, bien. Si no, nos volvíamos a casa, seguíamos pensando en cómo hacer que funcione y al otro día volvíamos frescos a seguir trabajando.
Ozzy: Yo cantaba una melodía. Después Geezer me pasaba las fantásticas letras que escribió y yo corregía la melodía para adaptarla. Pasábamos cuatro o cinco horas trabajando en cada canción con Rick. El siempre me decía: “¡Ozzy, eso fue de puta madre!” y luego “pero hagamos otra toma”. Nos empujaba a seguir. Yo pensaba que podía grabar una voz en diez minutos y él siempre insistía con que podía lograr algo mejor. Algunos días me ponía de tan mal humor que quería asesinarlo. Pero hoy no tengo ninguna queja, hizo maravillas con mi voz.
RS: ¿Porque Bill Ward no fue parte del grupo?
Geezer Butler: Empezamos el álbum con Bill en el período de escritura. Cuando él se alejó llamamos a Tommy Clufetos (que toca en la gira que los traerá a Buenos Aires) pero por alguna razón Rick no quiso usar a Tommy y sugirió a Brad (Wilk, baterista de Rage Against The Machine). Brad tuvo apenas dos semanas para ensayar con nosotros y fuimos directo al estudio. Aprendió las canciones a medida que las grabábamos.
Ozzy: El problema con Bill fue que el baterista tiene el trabajo más enérgico de la banda. No teníamos la confianza de que pudiera hacerlo y no podíamos estar esperándolo indefinidamente. El nos ponía excusas y pateaba todo para adelante. Nos cansamos de esperarlo.
Otras versiones hablas de problemas contractuales, pero Geezer las llama “excusas”. Cree que la verdad es que Ward no se sentía a la altura del desafío de hacerse cargo de sostener el monstruo que es el sonido clásico de Black Sabbath.
RS: Según expresó Rick Rubin su objetivo fue intentar “desaprendieran” todo lo que sabían y que grabaran como si este fuera su primer disco. ¿Qué contacto tiene 13 con sus primeros álbumes?
Geezer: Grabamos del mismo modo en que grabábamos en aquella época, tocando todo en vivo en el estudio. Algunos de los tracks empezaron como una zapada. Un día zapamos como veinte minutos con un ritmo muy blusero y Rick nos escuchó y se puso a gritar: “sí, sí, tenemos que grabar esto”. Tratamos de hacerlo de nuevo pero no tenía el mismo feeling asi que él se ocupo de editar esos veinte minutos de nuestra zapada en un track de siete. Ozzy cantó lo primero que le vino a la cabeza. El tema se llama “Blues Jam” porque es precisamente eso (en realidad, en el disco este track terminó llamándose “Damaged Soul”) y tiene un mood muy parecido al de nuestro primer álbum.
El mayor don de Rubin como productor consiste en encontrar la manera de devolver a cada banda el ímpetu que tenía en su mejor momento. Rubin declaró abiertamente al presentar su trabajo con Sabbath que no quiso grabar un disco retro, aunque acto seguido afirmó que su objetivo fue hacer que la banda olvidara todo lo que había hecho desde Paranoid y grabara como si estuviera en 1972.
Retro o no, el disco es un viaje en el tiempo. “Rebobinar el futuro hacia el pasado” es uno de los primeros versos que Ozzy canta en “End of the beginning” y puede ser su programa estético. Si bien hay componentes de nuestro presente como la edición en ProTools, estos están al servicio de borrar las marcas que el paso del tiempo pueda haber tenido en los músicos. 13 es Sabbath clásico: es un disco plagado de riffs de plomo derretido y una atmósfera tetrica, que combina el proto metal de Paranoid con el hard blues del primer álbum. Si bien Rubin puede hacer que los músicos toquen como si el tiempo no hubiera pasado, no puede hacer lo mismo con el público. Los yeites característicos como la baja afinación de la guitarra de Iommi, los continuos cambio de tempo y las letras ominosas no alcanzan para transportarnos a 1972 porque llevamos acumulados 40 años de archivo rockero disponible en MP3 en nuestros Ipods, Ipads o celulares y el efecto de estos sonidos reverenciados y tantas veces visitados es inevitablemente muy distinto en la actualidad. En los 70, los discos de Black Sabbath podían escucharse, tal como los músicos mismos imaginaban, como el equivalente auditivo de una película de terror (el nombre del grupo proviene de un film de 1963 del maestro del horror italiano Mario Bava y protagonizado por Boris Karloff) pero hoy, con cinco años de The Osbournes en nuestra memoria colectiva, sabemos que Ozzy no es un monstruo sediento de sangre sino un encantador bufón. Es difícil que su devoción satánica logre perturbarnos: estos 40 años nos llevaron de la paranoia a la parodia. Pero este es un efecto involuntario y ocasional, en especial cuando aparecen letras como “la regeneración de tu aura cibersónica” en la voz de este hombre que ya tiene seis nietos. Este disco no es paródico ni pretende que entablemos ninguna distancia con lo que nos ofrece, sino que quiere conquistarnos con la indudable destreza con la que reproduce el sonido del mejor Sabbath. Y es cierto que tampoco es retro, no quiere exprimir nuestra nostalgia por una época perdida, sino que asume que puede sencillamente transportarnos a la infancia de nuestra experiencia del rock. Pero como sabemos, una vez que se pierde la inocencia ya no hay vuelta atrás. 13 (quizás llamado así por este año ya que en verdad es el disco 22 de Sabbath y el décimo de Ozzy con la banda) es un claro signo de la época “re”: una recreación quizás más competente que su original de una música cuyo mayor valor no fue la profusión técnica sino que era completamente nueva. Su publico ideal es el fanático que querría olvidar todas las veces que escuchó Paranoid para volver a escucharlo por primera vez. Hasta que se inventen los dispositivos para manipular nuestra memoria anticipados por Philip K Dick este disco es su mejor alternativa. Sólo en ese sentido, es un disco completamente anclado en nuestro presente. ¿La experiencia del presente de Ozzy será la misma que la de su público? En un momento le pregunto que le parecieron los videos que hizo su hijo Jack sobre la grabación del disco. Ozzy me dice que no los vio. Yo replico que están en su página oficial y le pregunto si no suele conectarse a Internet para mantenerse informado. El me contesta “¿Estas loco? Soy Ozzy Osbourne, apenas si puedo encender una puta lámpara”.

Spinetta: Privé, Tester de Violencia, Los niños que escriben en el cielo, Kamikaze. Director’s cut de reseñas aparecidas en el bookazine de RS.

Privé

Aunque el título Privé subraya el carácter personal, subjetivo, en fin, privado de este disco, también puede ser entendido otro modo, casi opuesto: no como privacidad sino como privación, como carencia de otro. Quien falta es Charly García, con el que Spinetta estaba trabajando en un álbum conjunto que nunca fue concluido. Estas canciones pueden ser vistas como la reconstrucción por Spinetta de ese disco mítico y ya irrealizable y, a la vez, como un lamento por la ruptura que lo hizo imposible. A su modo, Privé es un disco de divorcio.

En 1985, Charly y LAS se habían propuesto grabar un álbum juntos pero resultaron incompatibles: Spinetta, que tenía una vida familiar e hijos pequeños, nunca pudo adaptarse al caos de Charly. Cuando, durante la presentación en TV del tema “Rezo por vos”, que contiene las líneas “y quemé las cortinas / y me encendí de amor”, el departamento de García fue, en ese mismo momento, consumido por un incendio, Spinetta vio una señal para terminar el vínculo.

Por primera vez en más de una década, ninguno de los dos publicó un disco en ese año, pero no dejaron que el trabajo realizado se perdiera. Charly diseminó sus aportes en varias entregas: su versión de “Rezo por vos”, más directa y contundente que la de Spinetta y, por eso, más conocida, en Parte de la religión; el tema “Hablando a tu corazón”, en Tango; y hasta el título “Cómo conseguir chicas” encontraría un lugar.

Spinetta, por su lado, exorcizó toda la experiencia en este álbum. Privé contiene las canciones que compuso para el proyecto conjunto y también otras que comentan las circunstancias de la tormentosa colaboración. Este es un disco uptempo, quizás colérico; seguro, el más rápido de su discografía. Su ritmo frenético suele abrevar en un funk neurótico, más hecho para golpear que para bailar.

Entre las colaboraciones, además de “Rezo…” y los rocks más spinetteanos “Una sola cosa” y “Ropa Violeta”, está la única balada: “La pelícana y el androide”, que habla de la fusión entre lo orgánico y lo electrónico en el mismo momento en que LAS estaba abandonando la instrumentación tradicional y reemplazándola por máquinas; de hecho, en este disco por primera vez utiliza samplers.

El track “Pobre amor, llamenlo” fue escrito tras la separación de Charly y es el tema que más explícitamente habla de la relación (“Este amor / es una colisión”) y la ruptura (“Mis amigos / no pueden creer que se pinchó”). También, hace casi tres décadas, advierte sobre la desintegración de García. Es uno de los mejores tracks del álbum y el único que tiene una referencia musical explícita (“cae un cassette, que le sangra dulcemente / Duran Duran”) que da una pista sobre el sonido que habría tenido la colaboración (y uno que no está demasiado lejos del de este trabajo). Igual que el anterior “Nunca me oiste en tiempo”, el tema “No seas fanática” es otra admonición a sus seguidores, que habían abucheado a Charly en una presentación en conjunto, tras que se supiera de la ruptura. Paradójicamente, este track fue el que se convirtió en el favorito del disco.

Privé es el álbum más electrónico de Spinetta, quien en este periodo estaba dedicado a explorar las posibilidades de las máquinas que tenía a su disposición. Aunque, hace 27 años, esta elección orientaba su música hacia el futuro (cosa que iba de la mano con las letras de ciencia ficción de tracks como “Patas de rana”), hoy le pone una fecha de caducidad: este disco está fatalmente anclado en el idioma pop de los 80 (sus coros femeninos, ahora, parecen de un jingle radial). El paso del tiempo nos obliga a escuchar las canciones por encima de sus arreglos y, de ese modo, en este disco es posible encontrar algunas de las más logradas de su carrera.

 

Tester de violencia

Asi como Privé fue un disco que nació de la relación tumultuosa y trunca que tuvo Spinetta con Charly García cuando intentó componer con él, este álbum surgió de un vínculo más feliz: la grabación del disco La la la, junto a Fito Páez. Según comentó Spinetta en entrevistas de la época, el “tester” del título no es otra cosa que él mismo, o cualquiera de nosotros, al quedar expuesto ante otro: nuestros cuerpos son medidores de las tensiones y la violencia que generan las relaciones humanas.

Tal como señala Eduardo Berti en su libro sobre Spinetta, Crónica e Iluminaciones, en este disco, LAS pasó de cantar sobre el alma a reflexionar sobre el cuerpo. El cambio, según dice el mismo Spinetta, provino de la lectura del filósofo Michel Foucault, en especial de sus libros Vigilar y Castigar y La historia de la sexualidad. En estos textos, Foucault explica cómo el estado crea mecanismos para sujetar el cuerpo de los ciudadanos y asi convertir todos los aspectos de la vida en objeto de un poder regulador. Los mecanismos de control del estado no son sólo aparatos represivos como la policía o la censura sino también otros más sutiles que se ejercen, por ejemplo, a través de la medicina, disciplina que se ocupa de que los cuerpos estén en condiciones de integrar el aparato de producción capitalista.

En el disco, esta concepción biopolítica, que supone que toda la vida está gestionada desde el poder, es el disparador de la poética de LAS. Así, canta sobre “un insólito abismo” que “testea los cuerpos” (en “Siempre en la pared”) o sobre “cuerpos iguales para un experimento” (en “La luz de la manzana”). Spinetta no es un académico, ni se propone enseñar las ideas Foucault en sus canciones. Como siempre con sus lecturas, usa lo que le sirve para la poesía.

La violencia también aparece en el disco de un modo más literal en dos temas. “El mono tremendo” es un track que suena como si un grupo de Disney se encomendara al rock satánico. La letra, que recuerda un episodio de la serie de tv “El increíble Hulk” (“y se calentó / y se transformó en / El Mono Tremendo”) fue compuesta por Pechugo, un grupo de niños (cuyo nombre parodiaba a Menudo) creado ad hoc e integrado por sus hijos y los de su amigo Eduardo Martí (Dante Spinetta y Emanuel Horvilleur eran parte, de modo que este track anticipa por unos años a Illya Kuriaky & The Valderramas). Claro que ésta es una violencia de juguete, de ficción, y que el track es un chiste, pero es un chiste complejo, ya que pone a un grupo de chicos a cantar sobre la representación de la violencia en los medios que consumen los chicos.

La otra referencia a la violencia, una más intensa y visceral que la de las series de tv, está en “La Bengala Perdida”, una canción “dedicada a las barras bravas” y que refiere a trágico episodio de 1983 en el que un hincha de Racing falleció cuando una bengala disparada en la cancha se incrustó en su garganta (“la bengala perdida se posó allí donde se dice gol”). Esta canción, aun con el estilo alusivo y cargado de metáforas característico de su autor, es una intervención concreta y explícita de Spinetta, cuyo contacto con la realidad cotidiana fue siempre sospechado, sobre un suceso que fue tapa de los diarios.

A su manera, este es un disco conceptual cuyo tema es el modo en que la diversas formas de violencia (entendida sobre todo como el control social sobre el cuerpo) atraviesan nuestra vida. En canciones midtempo (salvo por “El mono…”), cuyo lirismo contrasta con el tópico general, Spinetta aborda algunos de los problemas del biopoder (parte de un debate filosófico central de la actualidad), con una densidad cultural como no hay otra en el rock nacional.

Los niños que escriben en el cielo.

Este segundo disco de Spinetta Jade es una versión light del anterior, Alma de diamante, pero no sólo en el sentido (positivo) de que es más ligero, sino también de que es más luminoso. Claro que para algunos fans y críticos de Spinetta lo light está lejos de ser un elogio. Asi como los devotos de los discos de los setenta reniegan de Jade porque consideran que es música difícil porque sí, para músicos cabezones y ajenos al rock, los fanáticos del sonido que empieza en A 18 minutos del sol, deudor de la fusión de grupos como Mahavishnu Orchestra, se sienten cada vez menos a gusto con los discos de Spinetta de los 80, cada vez más pop, más electrónicos y, por ello, menos dependientes del virtuosismo de los ejecutantes. Aunque el calendario señala que el primer disco de Spinetta en los 80 es Alma de Diamante, estilísticamente este es el disco que inaugura la década y los sonidos que estarían por venir.

Desde la tapa, que parece inundada de luz, Los niños… se presenta como un álbum de momentos diáfanos, inmediatez y espacios abiertos. En este sentido, es el reverso del abigarrado y oscuro Alma… pero, a la vez, Spinetta opera con el mismo template. Aunque reemplazó al bajista Beto Satragni por Frank Ojstersek y al tecladista Juan del Barrio por Leo Sujatovich, la instrumentación de ambos discos de idéntica: bajo, guitarra, batería y dos teclados. También en ambos discos las canciones midtempo alternan con los instrumentales, en ambos aparecen los versos que remiten a Carlos Castaneda y hasta hay, en ambos, un tributo a John Mc Laughin (“Digital Ayatollah” en Alma… y “Siguiendo los pasos del maestro” en Los niños…). Sin embargo, la influencia, todavía presente, de la música de fusión se va diluyendo en este álbum para desaparecer casi por completo en Bajo Belgrano o su contemporáneo solista Mondo Di Cromo, en el que Spinetta empezaba a asimilar el sonido de la new wave.

Este es un disco ecléctico que va del pop al smooth jazz sin pedir perdón. Si se lo escucha en vinilo, el lado A tiene “Moviola”, “La herida de Paris”, “El hombre dirigente” y “Sexo”, una línea de cuatro inquebrantable que no tiene un eslabón más delgado. El lado B, a su vez, se reserva los dos momentos más líricos, más spinetteanos y por ellos los favoritos de este disco: “Umbral” y “Nunca me oiste en tiempo”. Es dificil no ceder a la seducción de estos tracks, inmediata, amable, pegadiza. En especial los primeros cuatro pertenecieron, para sus detractores, a una categoría peyorativa: música FM. Hoy que ese rubro absurdo quedó en el olvido se los puede escuchar como las canciones extraordinarias que siempre fueron. Los niños… es un disco de transición entre el periodo de jazz rock que se inicio con Banda Spinetta y el abiertamente pop y electrónico que comienza a partir de Mondo… En suma, es lo mejor de ambos mundos.

Kamikaze

Este disco es una recopilación de canciones que quedaron fuera de otros proyectos de Spinetta, compuestas entre 1965 y 1978, aunque en versiones grabadas en los primeros meses de 1982 especialmente para esta placa. Esta suerte de rejunte de temas que en su momento no llegaron ni a cara B resultó uno de los álbumes más sólidos y coherentes de la carrera de LAS.

Editado pocos días después de que se declarara la guerra de Malvinas, el disco quedó automáticamente resignificado por su contexto político. Según cuenta Spinetta en las notas del sobre interno y en reportajes de la época, varios de los track provienen de las lecturas aleatorias que estaba realizando en el momento de su composición. En el caso del que da título a disco, se originó en un estudio histórico sobre las vidas e historias de los pilotos japoneses de la segunda guerra. Sin embargo, en el momento de la aparición del album, el título “Kamikaze” y la canción parecen hablar de la aventura suicida de Galtieri en Malvinas. En “Aguila de Trueno”, referida a Tupac Amaru II, el aborigen que se rebeló contra el mandato español en Perú, quien habla es un guerrero que dice estar “estaqueado de pies y manos”. Aunque fue escrita mucho antes de la guerra, cuando se editó llegaban noticias de soldados argentinos en Malvinas estaqueados por sus propios superiores y se hacía dificil ignorar la coincidencia. No importa si Spinetta quiso o no hablar de Malvinas en este disco (se puede aventurar que no, que para él, el Kamikaze era una metáfora de los riesgos que corre un artista), lo cierto es que el sentido no emana sólo de lo que quiere hacer un autor, sino también de los lazos que tiene la obra hacia otras obras y hacia su época y del modo productivo en que es recibida. La escucha, la lectura son formas de creación ya que contribuyen a armar el rompecabezas infinito del sentido. Desde este punto de vista, estas canciones compuestas entre cinco y diez años antes de Malvinas, también hablan sobre la guerra.

El tema más extraordinario de Kamikaze debe ser “Barro, tal vez”, por algunos motivos anecdóticos, como que, increíblemente, fue compuesto por Spinetta a sus ¡15 años! y también porque ensaya una novedosa, para 1965 cuando fue escrito, fusión entre el rock y el folklore. Esta misma fusión entre lo acústico y lo eléctrico, entre lo orgánico y la máquina, entre lo autóctono y lo global atraviesa todo el disco. La instrumentación de los temas suele ser una guitarra Ovation o un piano, una caja de ritmo y sintetizadores. Esta combinación minimalista lo pone fuera de su época. Veinte años después, los muy contemporáneos discos de Juana Molina recién empezaron a ir por un camino similar. El track que más lejos lleva esta arquitectura orgánica y eléctrica a la vez, es Casas Marcadas, tan tenue, tan lleno de espacio que la canción siempre está a punto de desvanecerse en su rasgueo de guitarra acústica, hasta que un torbellino abstracto de sonidos electrónicos toma las riendas y lo lleva hasta el final. “Ella también” y “Quedándote o yéndote” (que recientemente fue versionada por su hija Vera, con la colaboración del pianista Fer Isella) son canciones que van a existir siempre. A diferencia de los contemporáneos Los niños que escriben en el cielo o Bajo Belgrano, este es un álbum que nunca suena como un disco de los ochenta y es hoy tan actual como lo fue hace tres décadas. Junto a Artaud, el otro disco de LAS grabado casi en soledad, es una de sus obras maestras.  

Depeche Mode. Delta Machine. Director’s cut de una nota de Rolling Stone.

La fatalidad de la vanguardia es que no puede triunfar. No hace falta recurrir a una teoría estética para explicarlo, basta pensar en las coordenadas militares de las que surge el término: aquello que está en la avanzada no puede estar en el centro. Una obra no puede ser vanguardia y a la vez central en nuestra cultura. Esta es su paradoja: si triunfa deja de ser aquello que la llevo a triunfar; si se impone ya no lesiona la ley sino que se convierte en la nueva ley.

El technopop no es vanguardia, es música popular con vocación de llegar a los charts: como señala el crítico Simon Reynodls, hay que poner el énfasis más en el aspecto “pop” que en “techno” dado que sus mejores emergentes tienen más vocación de creadores de melodías que de paisajistas sonoros. Pero también hay que reconocer este último aspecto: es uno de los primeros géneros populares tras la psicodelia en tomar el sonido como una materia tanto como un vehículo y fue indudablemente el primero que, como la vanguardia, apuntó exclusivamente al futuro. No es vanguardia pero corre sobre un filo similar: su mejor coartada es que nos proyecta al porvenir, si se vuelve presente pierde el interés. En 1974, cuando la visibilidad de “Autobahn” (himno de 22 minutos de Kraftwerk) dio oficialmente el puntapié inicial del género, en 1976, cuando Bowie se lo sirvió al publico del rock en Low o en 1979, cuando Gary Numan terminó de darle forma en “Are friends electric?” el technopop era la música del mundo nuevo, por lo general desolado y aterrador, que estaba por aparecer.

A la primera etapa de deshumanización del rubro (la tecnofobia rockera solía estigmatizarla como mecánica, monótona, plástica y gélida -caracterización de la que muchos pioneros estaban orgullosos-) siguió una etapa de “desnumanización”, en la que quedó claro que había otras emociones además de la angustia y la depresión en el pop sintético. Depeche Mode pertenece a esta camada. Empezaron como avatares de Tubeway Army o Devo, siguieron con un primer disco dominado por Vince Clarke (luego fundador de Yazoo y cupable de Erasure) en el que establecieron el borrador del dance y llegaron, por la época de su tercer disco Construction Time Again (1983) a encontrar su nicho: una fusión del espíritu aventurero del technopop con la grandilocuencia del rock de estadios. Depeche Mode combinaba una dosis del brutalismo erosivo de combos industriales como This Heat con el pulso neumático de un hit de Motown, pianos reales y riffs de guitarras rockeras. Su afinidad con el funk y el rock los llevó a los charts, pero su vínculo simultáneo con la abstracción de la música industrial y el techno era lo que los hacía interesantes.

Unos treinta años después, su nuevo disco sigue usado este template. El título seguramente remite al “delta blues”, el estilo más antiguo y “auténtico” del blues, originario del delta del Mississippi, sólo que generado por una máquina: Delta Machine. Esta oposición entre lo auténtico y lo plástico, entre lo visceral y lo mecánico, entre el hombre y a máquina fue uno de los ejes del technopop. Tres décadas más tarde, la contradicción fue superada por la práctica dado que hoy no queda música que no sea electrónica: tocar en un estudio en una sola toma sin efectos digitales, sin digitalizar, procesar y editar el audio, sin usar autotune o sin samples es hoy tan excéntrico como lo era reemplazar una guitarra por un sintetizador a finales de los setenta. El futuro alcanzó al futurismo del technopop y lo relegó al presente. No hay aquí sonidos que sorprendan. Los nuevos tracks de Depeche no suenan enteramente distintos a los del extraordinario Some great reward (1984) y suenan como una copia menos inspirada de los de Violator (1990). El mejor track del album, el electro boogie “Soothe My Soul” que seguramente será incorporado al reportorio en vivo de la banda, es un remedo de otros footstompers como “Personal Jesus” o “I feel you”. No faltan otros himnos en piloto automático como “Soft Touch/Raw nerve” que podrían haber dejado una marca si hubieran aparecido aquí por primera vez. Sólo la incorporación del programador Christoffer Berg (productor de los electrotalibanes The Knife) aporta un grado de minimalismo y oscuridad que trae novedad a un disco que Depeche Mode viene haciendo una vez cada cuatro años desde hace unos veinte. Las letras siguen repasando los tópicos del sexo, el pecado y la redención que en la voz de Dave Gahan, que conserva intacta su musculatura, son un territorio muchas veces visitado. Todo aquello que los distinguía en la época dorada del synthpop se convirtió en un lugar comun en el que la misma banda abreva en cada nueva oportunidad. Su mayor novedad es un reenvío, en el mejor de los casos, a otro momento de nuestro presente. “Mi pequeño universo se expande… lentamente / Los que me conocen dicen que crezco todos los días” dice quien habla en el track “My little universe”. No se puede decir lo mismo de Dave Gahan y su banda, que parece haber quedado congelada en algún momento de los 90.

El origen (Inception). Crítica Revista 23.

A través de Twitter, William Gibson (autor de Neuromante y del ciberpunk) decretó que El origen era “la primera película de acción borgeana”. La concepción idealista del mundo como representación, la vacilación entre soñar o ser soñado, el tiempo subjetivo y los laberintos que cruzan la trama parecen darle la razón. Aunque también es una película gibsoniana: revisita la fusión del cuerpo con la tecnología, el robo de información de un mundo virtual y la megacorporación japonesa que persigue la dominación global. La referencias fílmicas también abundan (se dijo Kubrick, Matrix y hasta Bodas Reales de Fred Astaire y Stanley Donen). El repaso de las citas, en este caso, es más pertinente que un ejercicio de vanidad del crítico porque la película parece decirnos que la exposición y reproducción de las representaciones del mundo es el eje nuestra experiencia cotidiana. Dom Cobb (Di Caprio) se especializa en extraer por encargo información de los sueños de otros. Su nuevo cliente, Mr. Saito (Watanabe) requiere que, por el contrario, implante una idea en el heredero de una empresa rival. Cobb y su equipo de especialistas deben llegar al nivel de inconciencia más profundo de su víctima, lo que implica no sólo ingresar a sus sueños, sino a sueños dentro de sueños. Estructurada como un videojuego, la historia sucede en cuatro niveles de “realidad”, de sueño, paralelos, como si el inconciente fuera un conjunto de cajas chinas. La crítica, en general, expresó que estas escenas oníricas eran demasiado “literales”, muy poco oníricas, muy poco parecidas a cómo es en verdad un sueño. Lo cierto es que su “literalidad” no se funda en su parecido con la realidad, sino con el cine. Tal como señala un personaje, que pone en duda la realidad del protagonista haciéndole notar que experimenta demasiadas persecuciones, en los sueños de “El origen” se reviven escenas típicas de películas de acción. Esta “literalidad”, esta mímesis entre el sueño y el cine no sólo nos habla del cliché del cine como sueño colectivo, sino también de la naturaleza de nuestra experiencia: no hay un afuera de la representación, no hay una experiencia que no esté mediada por el cine, por la televisión, por otro relato acerca de ella. No se trata de saber si estamos o no en un sueño (la película se niega a definirlo) sino de que es imposible distinguir entre el sueño y la “realidad”, entre el referente y su representación. Para transmitir esta idea, Nolan elige, como acostumbra, un dispositivo narrativo muy complejo (la historia en cuatro niveles) que lo obliga a continuas actualizaciones de estado para no perderse en su propio laberinto. A diferencia de Memento (2000), en este caso la historia no nos reclama esta forma intrincada sino que Nolan recurre a ella porque sí, porque puede y su complejidad termina por desplazar nuestro interés de lo que cuenta. Pareciera que la pirotecnia narrativa quiere ocultar que la película no tiene un centro de gravedad: no hay una relevancia espiritual o emocional que haga que nos involucremos en el film desde otro lugar que el del asombro por sus proezas técnicas.

Next. Crítica para Rolling Stone.

Con pocas excepciones (12 monos, Donnie Darko), las películas recientes que involucran paradojas temporales no entienden sus propias premisas o bien, más probable, asumen que el espectador no las entiende –o que está más interesado en ver tiros que en resolver rompecabezas- y, a mitad de camino, deciden empezar a ignorarlas. Su filosofía debe ser: ya que se habla de cosas imposibles, ¿para qué esforzarse por sostener la fachada de una lógica? La premisa de Next es que el mago interpretado por Nicolas Cage puede anticipar cualquier evento de su futuro inmediato -dada la calidad del guión, esta es una habilidad compartida con los espectadores-. ¿Por qué, entonces, al promediar el segundo acto resulta una revelación para él que su chica le haya colocado un somnífero en la bebida? ¿Por qué no pudo prever ese suceso? ¿Por qué razón, si se afirma una decena de veces que el mago no puede “ver” más allá de dos minutos en el futuro, cuando parece que esta habilidad no le va a servir de mucho, inexplicablemente puede anticipar hechos que tendrían lugar varias horas más tarde? La respuesta a estas preguntas es que la única regla que se debe respetar a rajatabla en una película de acción es que los conflictos se resuelven haciendo explotar algo, no reflexionando. Si la coherencia impide al guionista resolver un problema en menos de tres líneas de diálogo, ¿de que sirve la coherencia? Hay que reconocer que no todo lo que sucede es un despropósito. La persecución por los laberínticos andariveles y escaleras de un complejo industrial simboliza muy bien todas las líneas temporales posibles que origina un acto cualquiera y explica de modo visual, económico y contundente cómo funciona el don del protagonista. Pero esta buena secuencia se pierde entre cliches y dispositivos argumentales crudos -jamás se intenta justificar la acción o el objetivo de los villanos, jamás se aclara porqué empiezan a perseguir al mago-. Este film está basado en el relato “El hombre dorado” de Philip Dick, pero si no fuera porque lo dicen los títulos, nadie lo notaría.

Pirateria, SOPA, Megaupload, etc. Nota para Inrockuptibles.

En su último libro, Living in the End Times, el filósofo esloveno Slavoj Zizek indica que la democracia capitalista en su forma actual está alcanzando un «punto cero apocalíptico» en el que deberá transformarse o desaparecer. Entre los síntomas de la crisis, identifica la serie de problemas originada en torno a la  propiedad intelectual. Zizek afirma que ésta es una crisis del capitalismo que no va a solucionarse con una mejor democracia, más atenta a las diferencias y a los problemas de las minorías. La respuesta intentada recientemente por el congreso norteamericano ante este problema ni siquiera fue más democracia, sino peor capitalismo. Las legislaciones llamadas SOPA (por Stop Online Piracy Act) y PIPA (por Protect IP Act) ponen los intereses de las corporaciones incluso por encima de la competencia de la justicia. Uno de los puntos más polémicos de estas leyes es el que habilita a cualquier compañía a reclamar el cierre de una dirección de Intenet sólo con la denuncia de que se comente una violación a sus derechos de propiedad intelectual. Es decir, se invierte el principio básico de presunción de inocencia: primero se castiga, clausurando, y luego el acusado tiene que demostrar que no es culpable. Otro de los puntos, aun más polémico para quienes no viven en EEUU y, en consecuencia, no aceptan con naturalidad su accionar global, es que esta legislación podría ser aplicada sobre direcciones web que no estén radicadas en norteamérica. Incluso para quienes acuerdan que los derechos de autor son inalienables, la propuesta de SOPA es problemática porque define de modo muy general los casos para su aplicación de modo que se presta a abusos. Por ejemplo, la compañía de hosting de video A puede acusar a su competidora B de tener material ilegal. Bajo SOPA, B sería clausurada hasta que se pueda demostrar que la denuncia no tiene fundamento. Ninguna empresa en sus orígines podría sobrevivir financieramente a este embate: en los hechos, SOPA sería una forma legal para los más poderosos de eliminar a la competencia. Desde luego, las protestas no tardaron en hacerse oír: hubo una militancia online y offline contra la legislación y el día previo a la votación en el congreso norteamericano algunos de los sitios más populares de Internet como Wikipedia cerraron sus páginas («Imaginen un mundo sin acceso libre a la información», ponían). Como se anticipaba, dado que la Casa Blanca había manifestado criticas contra estas leyes (propuestas por un congresista republicano de Texas), la legislación no pasó. Sin embargo, al día siguiente del fracaso, el FBI procedió a clausurar Megaupload (uno de los depósitos de piratería más populares de internet) y a detener a cuatro de sus responsables, entre ellos a Kim Dotcom, el excéntrico multimillonario dueño del site. Como represalia, esa misma noche, el grupo de hacktivistas Anonymous bloqueó el acceso a los sitios web del FBI, del Departamento de Justicia, de la RIAA (la asociación de la industria discográfica norteamericana) y otros que impulsaban a SOPA. Esa noche, en la web, se respiró un aire de triunfo mientras Anonymous, a través de sus cuentas de Twitter, informaba el «tango down» de un site tras otro como si fueran cowboys del ciberespacio salidos de una novela de William Gibson. Así se debían sentir. A diferencia de, digamos, Wikileaks, Anonymous no causo ningún daño real al establishment, no hackeó información confidencial, ni cambió nada: se limitó a redireccionar el trafico de la web para sobrecargar los servidores de ciertos sites y volverlos momentáneamente inaccesibles. Su fin último es el e LULZ, la burla, el gesto adolescente de sentirse por un momento por encima de las normas (causas más radicales como el bloqueo a cuentas del narcotráficos fueron anunciadas pero nunca llevadas a cabo). Es lícito preguntarse si estas travesuras anunciadas de modo grandilocuente («We never forgive», «Expect us!») no hacen más que abonar el terreno para que se agiten las banderas del ciberterrorismo y dar argumentos a los que abogan por el control de internet. Por el momento, SOPA está congelada pero eso no quiere decir que los problemas no continúen. Por un lado se pueden esperar nuevos embates contra la apertura de internet y, al mismo tiempo, la crisis de la propiedad intelectual sigue en el centro de la escena. Los partidarios de su abolición afirman que la información debe circular sin ningún tipo de restricción, que los beneficios de la libre circulación de la información sobrepasan con mucho el perjuicio a los dueños del copyright. Si bien se puede replicar que es una idea retrógrada considerar que los productos del trabajo intelectual no merecen un pago como los productos del trabajo físico (ningun partidario del copyleft planteó el absurdo de que los operarios que manufacturan libros, cd o dvd no cobren por su trabajo), también es cierto que los derechos de autor tienden a ser mantenidos por corporaciones antes que por personas. Salvo el muy pequeño y muy rico grupo de autores tan exitosos que pueden negociar de igual a igual con una empresa sus beneficios, por lo generar cualquier convenio con un intermediario dedicado a la difusión del trabajo intelectual (editoriales, distribuidoras de cine, sellos discográficos, canales de televisión) implica la sesión total de derechos por parte del autor. Es decir, que los principales perjudicados ante la violación del copyright no son los creadores sino intermediarios que no crean nada pero son los dueños de los medios de difusión y que, demás está decir, reciben ganancias muy superiores a las que pagan a los autores. Internet hace posible que el medio de difusión esté al alcance de todos. Tal como demostró Radiohead con su disco In Rainbows (puesto online sin restricciones: cada usuario podía decidir si quería pagar algo por la descarga y cuanto quería pagar), por primera vez desde la invención de la imprenta es posible eliminar a los intermediarios. También se demostró que cuando un producto se pone a disposición de todos a un precio razonable, muchísima gente está dispuesta a pagar por él aunque pueda tenerlo gratis. También es necesario diferenciar entre aquellos que abogan por la libre circulación de las ideas, sin propiedad intelectual porque es entendida como una forma de censura, y aquellos que ganan dinero con la piratería. La piratería paga (ya sea vendiendo copias o membresías o publicidad) no es una forma de abolición del copyright sino la reinstalación del capitalismo más brutal: lucrar a costa del trabajo de otro. Kim Dotcom no es el Che Guevara de internet ni un hippie libertario, es un mantero glorificado (ahora surgió el rumor de que en realidad pretendia crear un site de descargas legal que puenteara a las discográficas y pagara directamente a los autores, pero eso no es lo que hizo hasta ahora). Asi como si se abolieran las restricciones sobre el consumo de drogas también se eliminaría el narcotráfico y toda la red de delitos asociadas a él, la abolición de los reclamos de copyright de las corporaciones terminaría con la piratería, pero, tal como diagnosticó Zizek esto implicaría un cambio de paradigma y abandonar una idea de propiedad a la que todos, más o menos, somos adictos.

El palacio Barolo. Diario El País.

Luigi Barolo fue un inmigrante que alcanzó el sueño de “hacer las Américas”: llegó a la Argentina en 1890 huyendo de la pobreza italiana y, en pocos años, se convirtió en un empresario textil millonario. En la cumbre de su éxito financiero tuvo la ocurrencia de construir un rascacielos que le otorgara una renta vitalicia y que fuera una celebración de su gran prosperidad. Por ambas razones quiso hacer un edificio extraordinario, que nadie pudiera ignorar.

Encargó el proyecto a su compatriota Mario Palanti, arquitecto y gran admirador de Dante Alighieri (era miembro de una logia medieval llamada Fede Santa, que aún existe y que venera al poeta). El arquitecto propuso a Barolo una idea luminosa, genial y ciertamente delirante: construir un edificio que fuera, a la vez, un homenaje a La Divina Comedia y un mausoleo para resguardar los restos de Dante de los conflictos bélicos que, imaginaba en 1919 este veterano de la primera gran guerra, arrasarían al continente europeo. El traslado de los restos desde Rávena a Buenos Aires debía ser un obstáculo insignificante para alguien decidido a convertir un poema en un palacio. Aunque Palanti llegó a diseñar un monumento dorado para marcar el lugar del sepulcro, la expatriación de las cenizas nunca se concretó.

El edificio, en cambio, fue terminado en tiempo récord. El planeamiento comenzó en 1919 y la inauguración tuvo lugar cuatro años más tarde. Barolo no pudo ver la obra que inmortalizaría su nombre porque había muerto prematuramente. El Palacio fue excepcional en todo: excedía la altura permitida y fue uno de los primeros edificios del mundo en usar el novedoso hormigón armado y, por un breve tiempo, fue el rascacielos más alto de Latinoamérica.

Su estilo es ecléctico: combina rasgos occidentales provenientes del gótico veneciano y del neorrománico con otros típicos de los templos hindúes. Por su extravagancia, es considerado un ejemplo mayor de la arquitectura esotérica de principios del siglo XX. Los porteños de la época, entre irónicos y desconcertados, lo definieron como “remordimiento italiano”. En verdad, es un edificio inclasificable y extraño que proyecta una visión excepcional y utópica del mundo y, por ello, no desentonaría en una fantasía retrofuturista. Por este motivo se utilizó en Highlander 2, film trash pero con buen diseño de producción, que fue filmado en Buenos Aires.

El aquelarre estilístico es parte del minucioso sistema de referencias a la obra de Dante Alighieri exhibido en el Palacio. En suma, éste es un templo laico que, como las catedrales góticas, representa en su estructura la forma de la Creación. En este caso, la particular cosmogonía tripartita inventada por Dante: el Infierno como nueve círculos concéntricos excavados en el norte, el Purgatorio como un monte bajo la Cruz del Sur y el Paraíso en la cima del monte.

Dividido, como el texto, en estas tres secciones, el edificio recibe con nueve bóvedas que representan los círculos infernales, cada una con citas en latín que remedan la célebre cita: “Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza” (aunque ésta no se utiliza, acaso porque no es de las más apropiadas para la recepción de un edificio comercial). Los pisos superiores hacen referencia a los siete niveles del purgatorio. La cúpula, inspirada en el templo Rajarani Bhubaneshvar de la India, remite al paraíso (en los primeros días de junio, queda perfectamente alineada con la Cruz del Sur, tal como reclamaba Dante). A la vez, en su sincretismo occidental e indio, representa la unión tántrica entre el poeta y su amada Beatrice. Los exactos cien metros de altura del edificio se corresponden con los cien cantos del poema, así como los once módulos por frente y los veintidos modulos de oficinas por bloque representan las once o veintidós estrofas de los versos de cada canto. La planta fue diseñada de acuerdo al número Phi, también conocido como la “divina proporción” que, para los renacentistas, encerraba el secreto de la belleza y que, de acuerdo a Palanti, también organizaba a la obra de Dante.

Tras completar el edificio, que fue saludado como un hito nacional, el arquitecto encaró y concretó un edificio gemelo, el Palacio Salvo, en Montevideo. Tiempo después, volvería a Italia para ponerse al servicio de otro admirador de Dante, Benito Mussolini, pero no lograría adaptar su estilo al gusto de los fascistas y caería en el olvido. Paradójicamente, Mussolini había encargado al arquitecto modernista Giuseppe Terragni un edificio para celebrar a Dante y la gloria de Roma al que llamó “Danteum”, pero nunca pasaría de ser un proyecto. Mussolini no supo que un Danteum ya existía en la lejana Buenos Aires, pero éste no ensayaba un simbolismo nostálgico del poder de la Roma imperial, sino que celebraba con una poética inusual la vida de la ciudad moderna: era, después de todo, un edificio de oficinas.

Irma Vep. Suplemento Radar. Página 12.

Como El desprecio (Jean Luc Godard, 1963) o El estado de las cosas (Wim Wenders, 1982), Irma Vep (1996), de Olivier Assayas, es una película sobre la modernidad en general y, en particular, sobre las relaciones de poder en el cine como una puesta en abismo de las relaciones de poder en el mundo moderno. Las tres películas, todas sobre el proceso –y el fracaso– de la realización de un film, son un vademecum cultural: verlas es tener una idea más o menos aproximada del estado del arte y de las principales preguntas estéticas de su momento. Son gran cine, pero también algo más: un catálogo informativo que entrega a sus espectadores un enorme bagaje de influencias, citas, referencias a otros medios, ideas sobre el cine, el arte, el amor, la vida. Son películas obstinadamente modernas. 
Godard, Wenders y Assayas hablan de todo, del mundo en que viven, desde una posición que es central pero que también está en conflicto con la dominante. El filósofo Jean Baudrillard señala que quien domina es quien tiene el poder para dar pero no está dispuesto a recibir nada a cambio. El cine americano impone sus reglas de juego: es el más influyente del mundo y, al mismo tiempo, es ciego a cualquier otra cinematografía. No recibe en la misma proporción en la que “da”. 
Alguien argumentará que el cine chino se impuso en la máquina Hollywood, pero hay que hacer algunas consideraciones al respecto. Por un lado, el cine industrial chino tiene métodos de producción aún más estandarizados que el norteamericano, cuya influencia recibió en primer lugar. Claramente hay una continuidad entre, por ejemplo, el estilo de Sam Peckinpah y el de John Woo. Más que una renovación, el cine chino trajo a Hollywood un refinamiento de sus propios métodos éticos y estéticos. Por otro lado, la influencia china en Hollywood es totalmente indirecta: se produjo por la imitación de otras películas norteamericanas que, originalmente reservadas a un mercado limitado, resultaron sorprendentemente exitosas. Irma Vep, en su trazado de las relaciones de poder en el cine actual, tematiza abiertamente la explosión del cine chino. No es un tema nuevo para Assayas, quien en su época de redactor de Cahiers du Cinéma (es decir, mucho antes de que Quentin Tarantino “descubriera” China) escribió un largo ensayo sobre los realizadores de Hong Kong. 
Se puede leer un evidente comentario al respecto en la elección de Maggie Cheung como protagonista, no sólo del personaje Irma Vep sino también de Irma Vep, la película dentro de la película. En la persona cinematográfica de Cheung se pone en escena la contradicción entre cine industrial y personal, entre arte y comercio. Para la actriz, estrella del cine de acción de Hong Kong –en el film de Assayas se ven imágenes de la disparatada y divertidísima The Heroic Trio– y protagonista de buena parte de las películas de Wong Kar Wai, es claro que esa contradicción parece no existir. Su personaje en la película –una estrella del cine de Hong Kong llamada Maggie Cheung– goza de la misma libertad y se da el lujo de ignorar las herméticas disquisiciones del director René Vidal (Jean-Pierre Léaud) sobre su personaje: su profesionalismo resuelve sin esfuerzo los problemas teóricos. Como siguiendo la solución que propone Bertrand Russell para la paradoja de Zenón, según la cual el movimiento es racionalmente inexplicable, el personaje de Cheung no reflexiona: actúa. 
Según la reseña aparecida en los Cahiers du Cinéma en el momento del estreno en Francia, Irma Vep “está por entero dedicada al movimiento como forma contemporánea de ser en el mundo, como nueva forma de relación con lo real. No se trata de que la cámara se mueva todo el tiempo (aunque lo hace), ni de que el montaje sea particularmente disruptivo (aunque lo es), sino de que el film se organiza en torno del principio de aceleración y otorga velocidad a todo, tanto al relato como a los personajes”. Más allá de la celebración de la aceleración como uno de los ejes del mundo actual, hay que notar que al poner el movimiento en primer plano, la películavuelve sobre un planteo más prosaico: el que afirma que en el cine europeo no pasa nada. En Irma Vep tampoco pasa demasiado: un realizador olvidado intenta filmar una remake muda, protagonizada por una actriz china, de Les Vampires, un serial de 1915 de Louis Feuillade sobre un misterioso grupo de ladrones de joyas, y no lo consigue. Sin embargo, todo en la película está en movimiento: una y otra vez aparece la reconciliación de opuestos, y las diferencias nunca dejan de coexistir.
Hay en el film dos secuencias que ninguna crítica dejó de citar. En la primera, que podría o no ser un sueño, Maggie Cheung se viste con el traje de su personaje, un catsuit de látex muy S&M –mezcla del que lucía en 1915 Musidora, la actriz original que hizo de Irma Vep, y el uniforme de Gatúbela en Batman Regresa–, se lanza a recorrer las habitaciones de su hotel y sin hacerse problemas se mete en un cuarto donde una mujer desnuda habla por teléfono; la espía un momento y luego parte con un collar –es su “invisibilidad”, el erotismo y la facilidad de desplazamiento lo que carga a la secuencia de un componente onírico–. Finalmente, la actriz aparece en el techo del hotel, empapada por la lluvia y una luz amarilla, y arroja el collar a la calle. La segunda secuencia tiene lugar al final de la película, cuando vemos lo poco que pudo rodar Vidal de su proyecto: imágenes de Irma en blanco y negro, rayadas, perforadas, violadas en su materialidad y, al mismo tiempo, de una belleza abstracta similar a la de los films de Stan Brackhage. Es el canto de amor de Vidal hacia Cheung. Las secuencias pueden ser vistas como dos maneras modernas diferentes de recrear Irma Vep: como una película comercial, con su dosis de suspenso, intriga, crimen y erotismo, y como una película experimental. Pero lo más significativo es que ambas tienen lugar dentro de la misma película: Irma Vep contiene a muchas “Irma Vep” posibles y abre un espacio para la convivencia de múltiples ideas sobre el cine, el comercio, el poder y el arte.
A diferencia de los films de Godard y Wenders, en los que el poder termina destruyendo al cine, la película de Assayas se ubica en una posición más compleja o ambigua. Aunque las tres demuestran una continuidad sorprendente que atraviesa casi cuarenta años, la de Assayas va un paso más lejos. Irma Vep no argumenta que el dominio norteamericano (o el triunfo del cine industrial) sea el fin de los cines nacionales o el ocaso de una forma más personal de hacer películas; más bien aboga por la convivencia de las diferencias. Con su reparto multirracial, sus alusiones a la nouvelle vague, al cine americano, al de Hong Kong, al mudo y al experimental, la película es una fiesta de la diversidad. Su afán totalizador confirma su modernidad; su optimismo, tal vez no. Assayas dice que el mejor mundo posible es el que permite la supervivencia de las diferencias: que todos puedan coexistir. El estado de las cosas indica lo contrario. Lo curioso es que la película fracasó en Francia y triunfó en los Estados Unidos. Ese resultado, absolutamente inconsistente con las expectativas y absolutamente consistente con sus ideas, hace pensar que acaso tenga razón.

M83. Hurry Up, We’re Dreaming. Comentario para Inrockuptibles.

 

Después de hacernos tocar el cielo con las manos en Saturdays=Youth (“Kim & Jessy” sonaba exactamente como si My Bloody Valentine hubieran decidido ir 100% al pop), el francés Anthony Gonzalez se propuso llevarnos aún más alto. Hasta el momento, toda su carrera había hecho gravitar su facilidad para el pop hacia lo más amable del indie de los ochenta. Hoy su universo referencial da el salto hacia el mainstream. Ya no estamos escuchando a los Cocteau Twins filtrados por la sensibilidad contemporánea de un bedroom producer, sino que ahora el proceso es aplicado al sonido grandilocuente al pedo de, digamos, Simple Minds. El resultado no puede sino ser sublime. En un tratado célebre, Kant explica que lo sublime es distinto de lo bello: un atardecer es bello, una tormenta es sublime. Lo sublime combina el goce con el espanto: es sobrecogedor. Gonzalez lo encuentra en su búsqueda impenitente de un sonido épico: esas baterías que explotan como truenos, las cascadas de sintetizadores, los coros con el reverb de una catedral, el slapping bass, ¡el solo de saxo!, todo se combina para forjar algo que podríamos bautizar como dream pop de estadios. Es una gigantesca estructura de cristal, tan grande, tan gloriosa y tan frágil que incomoda. Así como Umberto Eco explica lo sublime del film Casablanca por el exceso de lugares comunes, se puede decir algo similar de este disco: es el conjunto de tracks más sobreproducidos de la FM de los ochenta reinventados con plena conciencia de que se trafica con clichés –es decir, con algo de ironía pero con mucha más devoción. Aunque el corte “Midnight City” es uno de los mejores del año, no todos los temas están a la altura, pero pensar que en este disco doble hay escondido uno simple genial es errar el punto. Se trata de la construcción de algo excesivo, épico, olímpico, y eso no se logra en veinticinco minutos. Dicho esto, hay que reconocer que hablamos de un gusto adquirido. Aquel que todavía conserve los álbumes de Frankie Goes to Hollywood, Art of Noise y Act y todavía no haya escuchado este disco, tiene un gran fin de semana por delante.

Novela de Michael Chabon. Suplemento Radar. Página 12.

El policial es el más conservador de los géneros literarios: trata sobre la imposición de la ley, la restauración y la preservación de un orden. Aun los detectives más cínicos, los que no creen en la justicia, se encargan de resolver casos, de explicar, es decir, de recuperar eventos para el sentido y la racionalidad, para el orden. Claro que hecha la ley, hecha la trampa: una vez que la generación de lectores de policiales empezó a escribir, el género tuvo las armas para reflexionar sobre sí mismo y una historia contra la que redefinirse. Michael Chabon en The final solution, su último libro (todavía en edición hardcover en inglés e inédito en castellano), se permite entrar al policial desde el punto máximo del clasicismo y, desde allí, ejercer sobre él una crítica muy pertinente. El protagonista del libro es un viejo detective que nunca es mencionado por su nombre, pero su identidad no es un misterio ya que no hay muchos personajes literarios capaces de dar saltos deductivos tan temerarios como “descubrir a un ladrón de caballos por la ausencia de un ladrido” o a un envenenador por el modo en que un gato se limpia los bigotes. Las buenas noticias son que cuando transcurre esta historia, en 1944, a los 89 años, Sherlock Holmes conserva intactas su capacidad perceptiva y su deliciosa vanidad intelectual.

La prosa de Chabon logra un acto prodigioso de ventrilocuismo literario al sentar sobre sus rodillas a Arthur Conan Doyle y al tiempo entrar en sintonía con nuestra sensibilidad: su infinita estilización, sus observaciones, su humor y su ritmo son contemporáneos. Las malas noticias son que Chabon recurre a enigmas y soluciones que, si bien no desentonarían en un texto del siglo XIX, resultan decepcionantes para un lector con cien años de historia del policial encima. Sobre todo, porque este texto no es una apropiación paródica del género.

En sus últimos tres libros, empezando por The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, Chabon está enfrascado en recuperar –ante el minimalismo de la literatura dominante– el maximalismo de la literatura de género, abundante en argumento y peripecias y capaz de sorprender al lector por la exuberancia de las ideas, tal como, seguramente, habrá hecho la literatura pulp durante su infancia. Pero el autor de Chicos prodigiosos no se contenta con reproducir un género. Al mismo tiempo, lo socava desde dentro. Aquí hay un asesinato, un refugiado judío de 9 años, un loro perdido y la posibilidad de un complot internacional para develar o silenciar las extrañas cadenas de números que repite el animal. Holmes interviene sólo para cumplir con lo que se propone al principio de la historia: devolver al chico su mascota. Aunque, en el camino, resuelve un asesinato, el mayor crimen de la novela queda impune y sin descifrar. Ni siquiera el viejo detective comprende el significado de las cadenas de números. Este aparente sinsentido, este resto inexplicable, no sólo puede ser visto como una reflexión sobre los límites de la interpretación sino que es una clara negación del texto de ofrecer una conclusión satisfactoria y tranquilizadora. La herida provocada por el crimen que representan esos números es demasiado grande (remiten a lo enunciado en el título, La solución final, que es una referencia a la última historia de Holmes El problema final pero también, desde luego, al Holocausto). La racionalidad de la novela policial se encuentra con su límite ante el horror del genocidio nazi. Si hay crímenes tan grandes que no pueden ser castigados entonces también hay que negarse a explicar, racionalizar. El policial debe negarnos la seguridad de que toda afrenta al orden social puede ser reparada.